El guionista, director, showrunner y productor Mauricio Leiva-Cock ve un renacimiento en el storytelling colombiano, pero advierte que la industria audiovisual del país debe evitar los clichés y abrazar la originalidad.

Crecí en Colombia. Pero la Colombia que el mundo conocía era la que se filtraba a las masas a través de ‘Escobar: el patrón del mal’, ‘El cartel de los sapos’, ‘Narcos’, o incluso ‘Mr. & Mrs. Smith’ y ‘Juego de patriotas’. Éramos los malos. Éramos infames.
Sí, muchas cosas en esas historias estaban basadas en hechos reales, pero los guionistas y productores las glorificaron hasta el exceso.
Sin embargo, esa Colombia que se veía en las pantallas del mundo no era la que yo imaginaba algún día retratar. No era la Colombia que me formó ni la que veía todos los días.
Siempre he creído que hay otras formas de narrarnos, de construir nuevas miradas sobre quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde queremos ir.
Hubo excepciones luminosas en medio de aquella televisión de los ochenta y noventa, claro.
En ese ecosistema de telenovelas, algunos escritores se atrevieron a experimentar con personajes, historias y géneros. ‘Los Cuervo’ mezclaba el terror con el melodrama creando algo verdaderamente inquietante. ‘Don Chinche’ llevó la comedia absurda al prime time, demostrando que el humor colombiano podía ser raro, ingenioso y profundamente nuestro. ‘Café con aroma de mujer’ nos recordó que un melodrama local podía ser universal sin perder autenticidad. Y eso sin mencionar a ‘Yo soy Betty, la fea.
No eran solo hits, eran demostraciones de que, si confiábamos en nuestra voz, podíamos crear cosas únicas. El escapismo funcionaba, sí, pero la autenticidad funcionaba aún mejor.
Años después, cuando empecé a escribir, soñaba con una Colombia más cercana a esas apuestas. Una que se mirara en el espejo sin filtros, que dialogara con sus contradicciones, sus dolores y sus excentricidades.
Quería explorar el país a través de los géneros, probar formas nuevas de contar nuestras historias. Pero cuando entré al mundo profesional, ese sueño era difícil de vender.
La narrativa narco dominaba el mercado y las audiencias internacionales se regodeaban en el hedonismo de los carteles. ¿Y qué hicimos como industria? Seguimos alimentando el monstruo. Escobar era, sin duda, un personaje cinematográfico, pero ¿cuántas versiones de su historia necesitábamos para convencernos de que ya la habíamos contado?
Pero hoy algo está cambiando. Hay nuevas historias y nuevas formas de contarnos. Las audiencias, poco a poco, empiezan a mirar más allá del cliché. Los productores, las plataformas y los canales se atreven a asumir más riesgos, y como alguien que antes chocaba una y otra vez con puertas cerradas, puedo decir que esas puertas ahora comienzan a abrirse.
Muchos entendimos que hay otros relatos más complejos, más humanos, más extraños, que también nos definen. Y es en el cine, ese medio tantas veces declarado muerto, donde esas nuevas narrativas están echando raíces. Películas como ‘Un poeta’ o ‘Adiós al amigo’ muestran cómo podemos apropiarnos de los géneros para hablarnos a nosotros mismos. Y es gracias al apoyo público que esos riesgos creativos empiezan a volverse posibles.
Siento que la narrativa colombiana está a punto de florecer. Hemos aprendido a contarnos con más honestidad, a preguntarnos cómo queremos ser narrados y cómo queremos que nos vean. También hemos aprendido trabajando con gente de todo el mundo que elige filmar aquí y se deja contagiar por nuestra forma de hacer las cosas.
Nuestros técnicos, actores, artesanos y narradores están creciendo. Estamos empezando a adaptar el medio a nuestras necesidades, como lo hicieron aquellos guionistas de telenovelas hace décadas.
Pero todavía nos falta algo fundamental: una conversación seria sobre la propiedad intelectual original. Aquellas telenovelas pioneras fueron la primera gran lección colombiana sobre el poder de la IP propia. Triunfaron porque no intentaban copiar formatos internacionales, sino crear algo que solo podía haber nacido aquí. La ironía es que hoy algunas de esas mismas historias se han convertido en fórmulas que repetimos en lugar de reinventar.
Y ahí está el desafío. Si queremos conectar con el mundo sin perder nuestra voz, tenemos que atrevernos a salir de la zona de confort. En este momento en que la tecnología y la uniformidad amenazan con volverlo todo inmediato, plano y predecible, nuestra fuerza está en lo extraño, en lo imperfecto, en lo inesperado. En permitirnos fallar, experimentar y volver a intentarlo.
Si alguna vez fuimos capaces de crear éxitos globales sin copiar a nadie, el futuro -nuestro futuro- será de quienes se atrevan, otra vez, a imaginarnos de nuevo.



















